No quiero saber dónde estoy o si mi cuerpo está en pedazos. Sólo puedo escuchar un agudo zumbido retumbando en mi cabeza. No quiero abrir los ojos. Me atrevo a mover mi mano derecha ¡Ahí está! Creo que un poco hinchada, no sé si adolorida. Necesito valor para tocar mi vientre ¡Qué esté abultado, qué este fuerte, qué este vivo!
Llegué a Lima hace algunos días. Miguel Ángel me convenció de venir a su tierra. Nos conocimos trabajando en un pequeño restaurante de mi ciudad, en la pacífica Amsterdam.
Desde el principio me gustó el corazón sincero y sencillo de Miguel Ángel. Aunque el idioma ha sido un aparente obstáculo, nos entendimos tan bien que llegamos al punto de vivir juntos y compartir todo lo que somos. Pero siempre una melancolía rodeaba a Miguel Ángel. Como si algún ingrediente le faltará a cada comida o como si algo restringiera su alegría mientras estaba conmigo.
Como buenos amigos que también somos finalmente me dijo que aunque el Perú esté loco quería volver. Describió cada broma, cada nota pintoresca de una cultura lejana y que poco a poco empezó convertirse en algo apetecible para mí. Lúcuma, micro, juerga, arroz con pollo, la Costa Verde, el tono e historias increíbles entre amigos y familia hacían agua mi paladar transcultural. Decidimos entonces prepararnos para volver, aunque el Perú esté un poco de cabeza, me decía, no te vas a arrepentir, te vas a enamorar de Lima como te has enamorado de mí.
Una preciosa sorpresa aceleró nuestros planes. Estaba embarazada y un fuerte instinto de preservación empezó a invadirme al punto de querer abandonar cualquier loca aventura por el milagro de la vida dentro de mí. Pero Miguel Ángel apresuró todo lo que estuvo dentro y fuera de su alcance para viajar a Perú mientras mi barriga sea pequeña. Casi sin notarlo ya estaba sentada en el avión al lado de un Miguel Ángel entre lloroso y eufórico. Decidí relajarme y disfrutar los siguientes días al lado de mi nueva cultura peruana.
Once de julio de mil novecientos noventa y dos, a las once de la mañana, un cielo gris y gente entre amable y asustada me dan la bienvenida a Lima. No estaba acostumbrada a desconfiar pero algo me decía que debía andar con cuidado. No pude distinguir hasta unos días después a las autoridades. Entre policías y militares se desplazaban por la ciudad. Tanques, ametralladoras, avisos en la televisión para abrir la boca en caso de que una bomba estallará cerca, ola expansiva, no se parecía mucho al pintoresco cuadro de Miguel Ángel sobre su Perú.
Estaba al tanto de que una situación de terrorismo se vivía en el país pero nunca imagine que era tan grande y tan seria. Pero la tranquilidad de Miguel Ángel me aseguraba de que estaba exagerando y hasta bordeando la sicosis.
Miguel Ángel comía y conversaba con sus amigos, primos y parientes que celebraban su llegada. Él estaba de fiesta, traduciéndome lo que consideraba importante o como quien recuerda que yo estoy allí. Después de la euforia de los primeros días y al verme aburrida, algo sola y perdida en medio de toda la algarabía, Miguel Ángel prometió llevarme a Miraflores para probar el típico helado de lúcuma de D’onofrio.
Dieciséis de julio, mes de invierno limeño. El parque de Miraflores invitaba a escribir una canción o tal vez una corta poesía. El cielo gris, el frío y los deshojados árboles formaban un trío de amigos insistentes que te invitaban a encender un cigarrillo para componer, escribir o soñar a su lado. Le pedí a Miguel Ángel que el helado espere un poco y que caminemos por las calles cerca del parque. Estaba fascinada por las invisibles pisadas bohemias que podía oír recorriendo esas calles hasta llegar a un morro que escondía detrás de sí al verde mar.
Pudimos ver a un pálido sol de invierno limeño esconderse detrás del mar susurrándome al oído que había exagerado con mis temores. La noche nos cubrió sigilosamente. Perdimos la noción del tiempo. Caminamos de regreso al parque por una avenida. Miguel Ángel empezó a tararear Avenida Larco, esa canción que cantaba a voz en cuello los viernes por la noche cuando llegábamos de trabajar y nos preparábamos para ir a algún bar ¡Esta es!, me dijo, ¡La Avenida Larco está a tus pies! Yo ya lo sabía. Era mágica y misteriosa y casi mía porque la amaba y añoraba tanto o más que él. Cantamos la canción sin apuro y con cuidado para registrar en la piedra de nuestra amistad cada segundo de este sueño hecho realidad. Nos paramos en una esquina. Practicando el español aprendí los nombres de las tres últimas calles que cruzaban la mágica Avenida Larco antes de detenernos. Benavides, Tarata y Schell. Miguel Ángel sin dejar de mirarme estiró su mano y señaló hacia la izquierda. Helado de lúcuma, ahí está D’onofrio. Superaba cualquier fantasía. Empecé a sonreír pues me quedé sin palabras, cuando un fuerte y seco sonido me cortó la respiración y en menos de dos segundos un impulso salvaje me levantó del suelo y volé lejos de Miguel Ángel.
Acabo de despertar. Supongo que estoy en un hospital porque huele a alcohol.
No sé qué sucedió, tampoco sé dónde está Miguel Ángel. Retumba en mi cabeza el zumbido y de lejos el vivo recuerdo de los gritos, las sirenas, desesperación y llantos rodeándome.
Aun no quiero abrir los ojos porque sé que están heridos, hinchados y ardiendo como fuego. Lentamente frotaré mi vientre, que sólo si está abultado, fuerte y vivo tendrá sentido mi existir.
Mi mano no encontró más que la semilla para el resentimiento cultural en un vientre plano y vacío. El zumbido aún no me deja y mis ojos no quieren volver a encontrarse con ese cielo gris que recién hoy reconocí como el reflejo del dolor de la tierra peruana que se ve forzada a tragar sangre inocente derramada por las manos de su propia gente.
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