sábado, 27 de septiembre de 2014

El Portal

En un bosque oscuro, lleno de árboles secos cuyas ramas se habían enredado  entre sí,  vivían algunas familias, aterrorizadas por la leyenda del  Portal, que no les permitía cantar, hablar ni comer con gusto.
El tiempo y la sombra de los enredados árboles  hacían que casi nunca sonrían ni recuerden como entonar una canción.  Preferían mantenerse vivos y en silencio porque sus voces atraían al Portal, que según la leyenda, buscaba las voces humanas para aparecerse en medio de  encantadoras luces, tan hermosas y brillantes que uno se olvidaba de su familia y de su hogar. Un grato olor a pan horneado se escapaba delicadamente cuando el portal se abría. Encantados por sus bondades, casi ninguno podía resistirse y atravesaban el Portal. Con un ensordecedor portazo, el Portal se cerraba y desaparecía mágicamente.
Nadie sabía que pasaba del otro lado del Portal. Algunos decían que les esperaba un hechizo de viejas brujas  que habían sido solteronas, cuya amargura las llevo a hacer un pacto con el demonio para aparentar juventud hasta que alguien se quiera casar con  ellas. Entonces a cambio de su juventud debían darle al demonio humanos ingenuos para ser torturados por la eternidad.
Suele suceder que en medio de las sombras existe alguien con un corazón lleno de color. Burema, una jovencita muy bella,  vivía con su madre quien  constantemente le susurraba que estuviera en silencio para que no aparezca el Portal y se la trague para siempre.
Una tarde Burema salió a buscar algo para comer. Imaginándose el bosque en todo su esplendor, lleno de los colores de las flores y los aromas de los frutos en los árboles, del sonido de algún manantial que seguro pasaría cerca, empezó a sonreír.  Se sentó por un momento, cerró los ojos, busco el cielo con su rostro y suavemente tarareo una melodía. Cada vez más fuerte y  segura tarareaba cuando sintió el tan temido olor a pan caliente. Abrió los ojos lentamente y vio el Portal. Era una gran puerta de madera, con engranajes dorados y sin cerradura, mágica, envuelta en brillantes colores centelleantes que su imaginación no conocía.
El Portal se abrió completamente y Burema pudo ver gente sentada alrededor de un fuego con instrumentos, cantando y bailando.  Algunos niños correteaban, unas mujeres conversaban entre sonrisas y voces suaves. Unos hombres probaban su fuerza cortando pedazos de leña.  No pudo calcular cuántos eran exactamente, pero eran muchos y todos se veían llenos de felicidad. Se asustó cuando a una todos voltearon hacia ella y con una gran sonrisa comenzaron a decirle ¡Ven! ¡Ven!
Burema recordó  la leyenda pero no le produjo el miedo suficiente como para querer huir. Pensó que sería mejor desaparecer en medio de un hechizo que seguir viva a la sombra de los árboles secos y del miedo y el silencio de las familias del  bosque. Pero sintió que su corazón se quedó sin colores cuando pensó en su madre, que aunque andaba muy amargada y triste todo el tiempo, no merecía quedarse sola.  El Portal entendió su preocupación y empezó a cerrarse lentamente. La gente del otro lado se despedía mientras el Portal terminó de cerrarse y desaparecer.
Cuando regresó a casa, su madre la esperaba parada frente a la puerta. Burema se preparó para ser castigada por arriesgarse y demorar tanto en volver habiendo preocupado a su madre, quien con un susurro temeroso le dijo:
-¿Por qué te demoraste tanto?  ¿Por qué hueles a pan recién horneado?
-Madre ¡vi el Portal! Vi a la gente más feliz de la tierra, jugando, comiendo y riendo. Tenían sol y todo lo que les rodeaba estaba verde. Me invitaron a ir con ellos pero pensé en ti y el Portal desapareció –susurró Burema.
Abrazándola con fuerza, la madre le dijo al oído:
-¡Son las brujas hijas, que te quieren entregar al demonio! ¡Qué bueno que hayas escapado y  estés viva! ¡Me alegra que hayas vuelto!
-Madre, también pensé que sería mejor ser entregada al demonio que seguir viva en esta oscuridad y tristeza. Dentro o fuera del Portal igual estamos muriendo. Yo quiero cantar y no puedo, quiero saltar y me llenas de miedo con tus leyendas. – Y se echó a llorar.
La madre se dio cuenta que no había visto llorar a Burema desde que nació. Burema había sido su pequeño sol todo el tiempo. La mantenía viva y lejos del Portal  porque  le había enseñado esconder en la pobreza y detrás de grises vestidos, la alegría de su corazón. Se dio cuenta que el corazón de Burema se había secado cuando vio el Portal. Comprendió que alguna vez ella también hubiera preferido que las brujas se la lleven antes de dejar de saltar y cantar, pero las sombras del bosque fueron apagando su corazón.
Pasaron la noche en silencio. Burema evitaba recordar el Portal para no sentirse alegre y poder vivir en la sombras junto a su madre. La madre buscó en su corazón un poco de coraje para arriesgarlo todo, para morir en el intento, para cruzar el Portal.
Muy de mañana, la madre se levantó y buscó dos cuchillos  y los ajustó en el cinto de su vestido. Burema la observaba, nunca había visto a la madre moverse con tanta determinación. La madre llamó a Burema, luego la tomó de la mano y la llevó caminando más adentro en el bosque. En el punto más oscuro, sujetó con fuerza uno de los cuchillos y dijo a Burema, ¡Canta ahora! Burema no salía de su asombro, pero entendió que morirían o tal vez vivirían, pero que toda esa sombra y tristeza estaba a un tarareo de acabarse.
Burema cerró los ojos y empezó a tararear. El tarareo resquebrajado de su madre se unió al de ella. Y el olor a pan caliente fue lo primero en aparecer. El Portal se abrió. Entre los colores de las luces centelleantes alrededor del Portal, Burema y su madre vieron a todos los del otro lado, listos para recibirlas.  Tenían regalos, comida, sonrisas y mucha música. La madre tomó la mano de Burema y con un gran respiro y la jaló hacía el  Portal.
En ese momento, de entre las ramas secas de los árboles del bosque, con gritos espantosos llegaron ocho brujas, que empezaron a revolotear en el aire gritando y maldiciendo al Portal. La madre y Burema por un momento se quedaron quietas y asombradas al ver como las caras de las brujas eran tan jóvenes y bellas pero sus ojos estaban llenos de odio. El Portal se apresuró a cerrarse y empujándolas hacia adentro y en un segundo estuvieron del otro lado del Portal.
Les tomó algunos días entender que habían estado viviendo en el hechizo de las brujas. Un hechizo antiguo y sencillo: el hechizo del temor a la muerte. Habían respirado la oscuridad del demonio, el silencio era el infierno en que el demonio reinaba, habían estado muertas en vida. Pero el hechizo de las brujas se acababa cuando algún corazón se atrevía a creer que había algo más que la oscuridad y el silencio.

 Por siempre,  cada tarde, como Burema muchos más, a la hora del pan, cantan con toda su fuerza y alegría de la salvación del Portal.

Clb

La solución de Mamá

    Hace unas semanas cumpliste cuarenta y dos años. Este embarazo lo pasaste entre descansos y frecuentes citas con el doctor. El ser paciente de alto riesgo ha logrado que la ansiedad sea tu ama y señora durante estos últimos nueve meses  y que el temor sea el verdugo de tu equilibrio en los próximos años. Cuando perseguías tu título y los grados universitarios existentes y por existir, el tiempo te llevó la delantera. Estabas cerca de los cuarenta, sin esposo, sin hijos. Una solitaria vejez sería tu siguiente parada.
Pero como siempre, obsesionada con lo que no has alcanzado aún,  conquistaste el corazón maduro y solitario de un hombre que buscaba algo de compañía y el poder vivir en medio de ciertos lujos como recompensa por esos largos años de trabajo que pondrían a tus pies una vida cómoda y hasta despreocupada.
Alejandro llegó.  Has pasado cada minuto a su lado limpiando sus manos, desinfectando sus mejillas de los besos de su padre o de la abuela. Decidiste restringir las visitas para Alejandro, para que no afecten sus horarios de sueño o de juego. Quieres que sea perfecto porque en el  fondo sabes que tu esposo morirán antes que tú y Alejandro será tu compañero incondicional en la vejez.
¿Cuál es tu plan ahora que tiene que ir a la escuela? Tienes meses pensando cómo evitar que entre en contacto con los otros niños y con sus juguetes infectados, con las maestras y sus gérmenes que traerán desde sólo Dios sabrá  dónde.  
Astutamente convenciste a tu esposo de que Alejandro estudie en casa. Tengo que admitir que tu enseñanza es impecable. Los resultados en los conocimientos de Alejandro son más que satisfactorios.
Pero me sigue sorprendiendo cómo no te informaste sobre la pubertad ¿Creíste que toda la vida Alejandro sería pequeño? Ese ligero acné que le empezó a aparecer hace que  por momentos no quieras mirar su rostro.
Pero nada se compara a esa mañana en que asustado Alejandro te mostró su sábana manchada por una sustancia pegajosa que ya casi ni recordabas. Me dio tanta risa verte muda, avergonzada, desarmada. Tantos paseos, cumpleaños, invitaciones al parque que rechazaste para que en un abrir y cerrar de ojos Alejandro haya tenido en sueños toda la libertad y diversión que no le podrás quitar.
-Alejandro, esto está mal. Esto es malo. Esto le pasa a gente cochina y perversa ¿entiendes? Tienes que evitarlo como sea.
-¡Pero ni sé cómo me pasó mamá!
(Y ahora tu mente se pone a trabajar)
-¿Te acuerdas cuando en Historia Universal estudiamos a los eunucos? Que eran gente de mucha confianza y que tenían grandes responsabilidades, que eran ricos y muy fuertes ¿Te acuerdas?
-Más o menos- dice Alejandro vacilando.
-Creo que tú eres uno de ellos. Y esto que te ha pasado es la demostración de que si no procedemos a tiempo podrías perderte la oportunidad de ser un personaje histórico ¿entiendes?
-Más o menos- dice pensativo.
-Yo creo que esta semana no pasa para que seas un nuevo eunuco en el mundo. No te preocupes, yo me encargo.
Alejandro mira al piso. Sube la mirada hacia su madre. Recuerda que durante las clases mientras escuchaba las apasionadas explicaciones que ella le daba,  se preguntaba si estaría loca. Pensó que investigaría en el internet sobre los eunucos modernos y si es que existen aún. También recordó el día en que su padre le dio a escondidas la computadora portátil y las madrugadas en que ambos aprendían a usarla, mientras mamá descansaba de sus obsesiones. Y con tristeza supo que era el momento para que papá lleve a mamá a un lugar mejor. Era inevitable. Papá se lo advirtió.
-Disfruta a tu mamá mientras todavía este cuerda. Como habla sólo contigo, si no me avisas de cualquier cosa extraña que haga, no podré ayudarla, ni ayudarte, porque sinceramente hijo, no sé en qué terminará todo esto.
Y este tema del eunuco moderno le dijo a Alejandro que ya habías cruzado el límite. No supe si reír o llorar cuando tan ingenua aceptaste la invitación de tu esposo para ir al médico. Te veías muy chistosa. Tan pulcra, perfectita y segura, con el único pensamiento de encontrar a ese doctor que te hiciera el favor de castrar a tu hijo para seguir con tu proyecto de la compañía para tu vejez.
¿Ya te sientes mejor? ¿Se relajó tu mente? Has dormido casi una semana. No puedes recibir visitas. Tampoco tienes quién te visite. Alejandro y su papá prefieren estar lejos de ti y de tus ideas raras ¡Ay amiga! Creo que estabas destinada a estar conmigo,  tu  vejez solitaria.

Clb.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

El cuerpo de Lucía

  Te levantas de la cama, buscas tus lentes y caminas descalzo hasta el baño. Cierras la puerta. Sales llorando. Te dirijes a la cocina. El reloj marca las seis de la mañana. Te pones una pesada bata. El café que te has preparado humea mientras cierras los ojos.
El café está frío, ya dejo de humear y tu sigues con los ojos cerrados. Te frotas la frente con las manos. Caminas hacia el dormitorio, buscas debajo de tu cama.
Conectas el teléfono. Comienza a timbrar sin parar. Han pasado ya diez minutos desde que el teléfono timbra incesantemente. Pones el altavoz. ¿Hijito? Papito, están buscando como locos el cuerpo de tu novia Lucía. ¿Tú sabes algo? Los papás han ido temprano al velatorio y el cuerpo de la chica no está. ¿Estás bien? Cierras el altavoz. Se oyen unas voces. Están  frente a la puerta de tu edificio.  ¡Con qué rapidez has jalado ese cuerpo de debajo de la cama! Parece una niñita. Es tan delgada y pequeña. Te tiemblan las manos. Se oyen las voces cada vez más cerca de tu departamento. Sigues temblando, parece que te cuesta concentrarte. Miras detenidamente el cuerpo ¡No es Lucía! dices como susurrando. Estás dando vueltas alrededor del cuerpo. Te ves muy nervioso. Y las voces se oyen cada vez más cerca. Tocan a tu puerta. Se saludan y te dan la noticia de que el cuerpo de Lucía ha desaparecido del velatorio. Se te ve tan sorprendido. Respondes con un tono muy natural y preocupado cada pregunta. Les pides que te den un momento para alistarte y ayudarles en la búsqueda.  Cierras la puerta. Vuelves a tu cuarto.  Regresas el cuerpo debajo de tu cama. Te alistas rápidamente.  Vas hacia la puerta. Vuelves a mirar hacia tu cama ¡No es Lucía!

-¿Cuántos cuerpos se velaban ayer en la noche en ese velatorio?- preguntas
-Sólo el de la señorita Lucía

Llegas a tu casa en la noche. Buscas debajo de tu cama. No está el cuerpo. Te quedas pensando. Suspiras como quien está agotado. Abres tu diario y escribes:


Lunes, 10 de marzo. Lo malo de que me tome las pastillas es que nunca sé en que terminan los alucinaciones. Nota: No visites a tu mamá, ella mezcla las pastillas con la comida que te invita.

Frontera

 La Niña tenía catorce años cuando conoció su nueva habitación y al Padre.  Una cama de una y media plaza, piso alfombrado, closet, un equipo de sonido muy antiguo, una ventana que daba al tragaluz, paredes verdes y mucha humedad. Una perra encerrada en el patio trasero, algunos ratones que merodeaban por la cocina de día y de noche, cucharachas en una medida que no pasaban desapercibidas. El baño, que le aseguraron sería el sello de la privacidad  de la que disfrutaría, al parecer no había tenido la visita de la lejía o desinfectante alguno porque las larvas se movían alrededor de la taza del inodoro con mucha tranquilidad.
La Niña sabía que el Padre no era cualquier persona. Sabía que era una especie de genio, pero había escogido el peor de los ángulos para demostrar su excentricidad usando de pincel la suciedad y de lienzo una paranoia que había hecho que puertas y ventanas tengan cerrojos y rejas permitiendo que ingresen escasos rayos de luz al departamento.
El Padre esperaba a la niña cuando regresaba del colegio. Ponía el almuerzo frente a ella y salía echando llave a cuanto cerrojo, candado y rejas  tuviera  el departamento.
La Niña pasaba tardes enteras mirando la lluvia y envidiando la libertad de la  gente en la calle.
La Niña empezó a dejar de comer y de jugar con la perra. Le perdió miedo a los ratones cazándolos con las manos. Día a día recordaba a su mamá y a los amigos que había dejado en el país donde nació, cruzando la frontera.
Una madrugada la Niña entró al cuarto del Padre. Sustrajo cuidadosamente las llaves y salió. Como había observado por meses al Padre, echó llave desde fuera a cada cerrojo.
En la mañana el Padre, como de costumbre, tocó la puerta de la niña para despertarla para que se aliste para ir a la escuela. Al no recibir respuesta empezó a vociferar y a maldecir a la Niña y a su madre, como ya lo había hecho antes, como cuando la botó por bastarda y la llevó durante toda una noche hasta la frontera y la dejo parada allí hasta el día siguiente. Ella asustada sin saber a donde ir  se quedó sin moverse hasta que apareció el sol. El Padre que la observó toda la madrugada desde lejos, la llevó de regreso de la frontera al departamento y la encerró aún más. Le quito hasta el derecho de escribirle las cartas a su mamá.
El Padre maldecía mientras se alistaba para salir. Pensaba dejarla encerrada y sin comida ese día. Ya listo, buscó sus llaves. Los gritos y maldiciones se escuchaban hasta la calle. Pero no hasta la frontera, donde la niña tiró las llaves en un río y cruzó hacia su país, hacia su mamá.


Velorios y algo más

Respirando el olor a incienso impregnado en la madera y con las rodillas entumecidas la ancianita rezaba.
-    Virgencita, yo sé que me oyes. Recibe a mi Dionisio.
Muy bien embalsamado lo tenía. Las fieles no conocían a esta ancianita pero las conmovía el amor con el que venía a rezar y a llorar.
La acompañaron a su casa para conocer el motivo de tal congoja. Se aterrorizaron al ver el cadáver. Doña Teresita les pidió ayuda.
-Es que yo no puedo enterrar sola mi Dionisio.

Armaron el velorio y después de los servicios fúnebres, Doña Teresita se despidió y se alejó despacito diciendo que se iba a descansar. En medio de la tristeza nadie se preguntó en qué momento se casó Don Dionisio, que siempre había sido un picaflor solterón.

En un pueblo a una hora de camino, una semana después estaba Doña Teresita rezando:

-Virgencita, yo sé que me oyes. Recibe a mi Teófilo.

Las fieles la oyeron y se conmovieron. Al igual que las anteriores la llevaron a su casa, encontraron el cadáver, le ayudaron con los servicios fúnebres. Se fue a descansar. Semanas después apareció en otras iglesias, pidiendo por Tobías, Mariano, Américo, Anfiloquio…

-¡Vete vieja! A mí no me vas a matar – le dijo Don Eustaquio, cuando le abrió la puerta. Los zapatitos de charol, el pañuelo en la cabeza y el gigantesco anillo de boda. Sabía por la leyenda que sus tías despechadas le contaron de niño, que Doña Teresita era la vengadora de los corazones rotos por solterones mujeriegos.

Doña Teresita se arrodilló y empezó a llorar y orar:

-Virgencita, yo sé que me oyes. Llévate a mi Eustaquio porque sufre mucho por la soledad.

En ese momento, Don Eustaquio siente una fuerte presión en el pecho que lo deja paralizado. Doña Teresita, dice sus rezos mientras lo embalsama. Se dirige a la iglesita y empieza a rezar:

-Virgencita, yo sé que me oyes. Recibe a mi Eustaquio.

Sólo

.El abandono me cubrió de polvo desde hace muchas noches ya.  Hubiera querido ser algo más jovial, esperanzador o instructivo para aligerar  la soledad de tus pequeños pasos que día y noche avanzan y se detienen por los corredores, como quien espera, como quien se resigna, como quien muere.  Me dejaron en tus manos para que te distrajeras mientras papá y mamá salían a buscar un poco de sangre para ti.  La promesa de volver antes del amanecer no se cumple desde hace muchas lunas llenas.

 Los pequeños ojos rojos llenos de lágrimas miran al viejo libro empolvado de tristeza y olvido. Se acerca al estante, se empina con cuidado, lo toma en sus manos y respirando  profundo y con voz entrecortada, lee desde el principio: “Erase una vez, en una noche que invitaba a la maldad, una feliz familia de vampiros que salieron a  volar…”