Seres de placer es lo que somos. Tengo un machete, un cuchillo de cocina, fósforos, platos, tenedores, y un buen vino que escondo desde hace varios años.
Porque el mundo es verde, orgánico e insípido prefiero una muerte de texturas y sabores, como cuando vivir era disfrutar. No tengo remordimientos al pensar que mis hijos, mi esposa y mis nietos valen menos que un jugoso bistec y crocante tocino acompañadosde papas fritas y una Coca-Cola helada.
La eme gigante del McDonalds parece levantarse como un pálido fantasma donde ahora hay sembradíos de cuanta verdura y fruta quiere crecer con una libertad que les fue negada durante muchas décadas. Sin alteraciones en sus semillas, sin la manipulación del suelo. Los que antes eran los grandes supermercados hoy son grandes almacenes con una marcada ausencia de refrigeradoras o cualquier sustancia artificial. Sutiles fotos de personas que ya no están con nosotros porque partieron anticipadamente gracias a un inesperado y agresivo cáncer son el aliento para comprar grandes cantidades de frutas, verduras y semillas como si fuésemos deliciosos pollos o conejos. Y les encanta decir: “Tu corazón te lo agradece”, “Tu hígado está feliz” ó “Nada mejor que un colón libre” cada vez que terminas tus compras.
La tasa de mortalidad era tan alta en los años antes de los veganos, que una familia de cinco miembros se reducía a dos o uno por las enfermedades degenerativas. Vivir hasta los cincuenta era la longevidad de ese entonces. Las funerarias y camposantos estuvieron en todo su apogeo pero no podían cubrir la demanda. Era normal percibir los primeros olores a putrefacción a lo largo de vecindarios, calles y avenidas marcando una invisible línea de espera de esos cuerpos inertes que aguardaban turno para recibir cristiana sepultura. Esto traía infecciones a los pocos vivos y dudosamente sanos familiares que tuvieran los finaditos. Ni que decir de los hospitales. Muchos entraban, ninguno salía.
Caos, dolor, enfermedad, descontrol, putrefacción, llantos, lágrimas, todos estábamos condenados a muerte. Era cuestión de unos meses o con mucha suerte algunos años.
Hasta que llegó el maldito día en que los veganos denunciaron a las farmacéuticas, a los médicos y hospitales por ocultarle al mundo que la cura para todas las enfermedades, desde sencillas alergias hasta los más mortales cánceres estaba en el disciplinado consumo de verduras y frutas crudas y numerosos enemas de café.
Hasta que llegó el maldito día en que los veganos denunciaron a las farmacéuticas, a los médicos y hospitales por ocultarle al mundo que la cura para todas las enfermedades, desde sencillas alergias hasta los más mortales cánceres estaba en el disciplinado consumo de verduras y frutas crudas y numerosos enemas de café.
¡Tan sencillo como eso! En menos de dos meses la enfermedad era erradicada y un nuevo estilo de vida sin consumo de carnes ni de sus derivados devolvía la esperanza a miles.
Se presentaron ante el mundo con pruebas contundentes de pacientes terminales siendo sanados al cien por ciento por el consumo de frutas y verduras crudas. Diligentemente habían estado estudiando, experimentando y registrando cada caso. La cura había sido descubierta. Se volvieron una feroz epidemia de salud y vida. El cáncer de la sanidad. La muerte de lo todo lo bueno que nos ofrecía la vida hasta ese entonces. No puedo negar que los veganos se veían diez veces mejor que los carnívoros o el recuerdo de cualquier humano antes de esta revolución de comida cruda. Por eso dejaron sin palabras al mundo entero con sus argumentos y la belleza de su aspecto físico.
Se presentaron ante el mundo con pruebas contundentes de pacientes terminales siendo sanados al cien por ciento por el consumo de frutas y verduras crudas. Diligentemente habían estado estudiando, experimentando y registrando cada caso. La cura había sido descubierta. Se volvieron una feroz epidemia de salud y vida. El cáncer de la sanidad. La muerte de lo todo lo bueno que nos ofrecía la vida hasta ese entonces. No puedo negar que los veganos se veían diez veces mejor que los carnívoros o el recuerdo de cualquier humano antes de esta revolución de comida cruda. Por eso dejaron sin palabras al mundo entero con sus argumentos y la belleza de su aspecto físico.
Los veganos bombardearon el internet con sus explicaciones científicas y pruebas sobre el veneno de la comida chatarra. Los enlutados llenos con la fuerza del dolor por la pérdida de sus seres queridos gracias al sobrepeso, ataques cardíacos, diabetes y cáncer, incendiaron y destruyeron cuanto negocio de comidaencontraron a su paso. En su lugar construyeron granjas muy higiénicas y amorosas, como quien paga sus culpas con todos los descendientes de los que eran nuestro desayuno, almuerzo y cena en aquellos tiempos de la barriga llena.
Pollos, patos, conejos, peces, vacas y bueyes disfrutando de su bienestar libre de comidas llenas de hormonas y cemento para engordarlos. Ya no reaccionan con temor como lo hicieron sus antepasados. Esta generación frustrada de nuggets, hamburguesas, tocinos, quesos y yogures ya no saben que es el temor a la muerte en masa.
Seguimos trabajando para poder tener acceso a frutas y verduras de mayor calidad. Nos dedicamos a estudiar, a mejorar. El mundo nunca estuvo más creativo y avanzado que ahora. Sólo queda esa sensación desabrida que nos espera un plato sin sonrisa, en blanco y negro para el paladar.
Este mundo verde esperanza y bajo de sal se lo debemos a los años oscuros llenos de temor a la muerte y enojo. El golpe económico fue global. El mundo estaba desolado porque la mayoría de la población estaba dedicaba a tratar de curarse, morir y enterrar. Por eso fue pan comido aceptar el sistema de gobierno vegano para la vida y conservación del planeta. Los años de adaptación vinieron y con ellos el control extremo vestido de verde salud.
Los veganos no recuerdan los instintos más bajos de los carnívoros. Están más ocupados en su dieta, su longevidad, el ayudar a los demás, el cuidar a los animales y el controlar la muerte que han confiado plenamente en la buena voluntad y los deseos de vivir del hombre. Han olvidado que la autodestrucción es humanamente básica.
Para mí comer vegano es estar condenado a muerte. El recuerdo del sabroso humo de la parrilla o la textura cremosa de un helado por la tarde son más fuertes, entrañables y conmovedores que el día en que vi a mis hijos nacer.
Le digo a mi esposa que por motivos de trabajo debo pasar ciertos días fuera de casa cada semana, pero son días de cacería y de robo a granjas. Entonces me siento orgulloso y encendido por mi adicción a los seres vivos puestos al fuego. Puedo comer dos o tres pollos sin parar. ¡Qué lloré mi madre mientras masticó un buen filete! Matar a una vaca, deshacerme de su sangre, cocinarla y comer buena parte de su carne en unos cuantos días sin levantar sospecha sería demasiado para un solo hombre pero lo hice cuando mis supuestos viajes duraban seis semanas. En los viajes de un día, silenciosamente ordeño a una vaca de las granjas durante la madrugada y bebo su leche con pasión y nostalgia añorando los buenos tiempos en que la comida era la alegría de los amigos, el consuelo para los problemas y la magia que acompañaba cualquier recompensa.
¿De qué sirve estar vivo tanto tiempo tratando de tragarte el cuento de disfrutar los paisajes, las sonrisas y cuanta tontería que no llena el estómago existe? Eso es lo que me da fuerzas cuando los pollos luchan por su vida mientras los llevo para quebrarles el pescuezo y al fin comer.
La pena por quebrar el sistema vegano es muy sencilla. Ponen en prisión al rebelde que ha sido diagnosticado con una enfermedad degenerativa por consumo de animales o que haya subido de peso con desproporción en su cuerpo. Se le condena por el evidente robo, matanza y consumo de los animales y por no evitar el dolor de su familia. Lo ponen en prisión y lo dejan morir. No hay silla eléctrica, ni inyección letal. Simplemente muere porque recibe una alimentación baja en nutrientes.
Creo que he sufrido un par de infartos. Sentí un fuerte dolor en el pecho y me desvanecí. Cuando desperté estaba con las uñas y los labios morados. Las dos veces estuve sólo en casa. Me siento pesado y cansado. Con mucha frecuencia me falta la respiración. Me cuesta alcanzar la agilidad de los veganos al caminar, hablar e interactuar con este sistema. Tengo ojeras y mi piel se está manchando. Mi sobrepeso ha hecho que varias veces me detengan las autoridades. Hasta hoy no sé cómo los convencí de dejarme ir.
Mientras siento que mi corazón late a toda velocidad he optadopor la eutanasia. Moriré sin sufrir, moriré con sabor en mi boca y con satisfacción en el vientre. Tengo la maleta lista. Saldré a una cacería de la que no pienso volver.
Sujetó con firmeza el asa de la maleta. Caminó hacia la escalera que empezó a oscurecerse delante de sus ojos. El aire lo abandonó por completo. Supo que era el final. Una lágrima rodó en su mejilla por el orgullo de ser un digno cadáver carnívoro, como era la costumbre en aquellos días donde vivíamos para comer y no comíamos para vivir.
Clb.
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