miércoles, 17 de noviembre de 2010

La pulidora de plata

 
Los deditos no podían sujetar el lápiz. La maestra dictaba cada sílaba con voz amenazante haciendo que el dolor en sus oídos, que no se le pasaba desde la madrugada, se inyecte a través de su quijada. Sus grandes ojos estaban secos por la mala noche y las frecuentes conjuntivitis. El olor a sangre  en su nariz le daba nauseas.
Garabatos que pretendían ser letras trataban de convencerla de que estaba aprendiendo algo. A sus nueve años con emociones firmes y heridas de una mujer de cuarenta, había trabajado lo suficiente como para entender que estudiar no era opcional.
Huérfana, al cuidado de su abuela enferma, Romina solo sabía pulir plata. En una mesita frente a la puerta de su casa que da a la esquina del mercado, mezclaba el bicarbonato con agua hirviendo en un recipiente, inhalando desde los cuatro años el blanco polvo que le daba algunas moneditas para poder comer y que le deterioraba lentamente los pulmones y los ojos. Su vida se llenaba de alegría con las visitas de Renata, a quien Romina bautizó en su pequeño mundo como “La Señora de Plata”.
“Solo faltaba esto, que yo misma tenga que venir al mercado a comprar en medio de toda la mugre”. Renata se quejaba siempre. Todas las empleadas eran unas brutas por eso no duraban ni una semana. No era mucho pedirles que desde las seis se levanten y que tengan las cosas limpias y en orden. Para eso se les paga. Sin usar desodorante se paseaban por la casa. ¡Cochinas! Se detenían en los rincones tratando de enterarse de su vida. Su esposo manoseaba a las más piernonas. Mejor era hacer las cosas ella misma aunque dinero no le faltaba para tener diez ayudantes pero era imposible confiar en esta gentuza.
Una vez por semana Renata traía al mercado algunos aretes, sortijas y pulseras de plata para que Romina los pula. Se impacientaba al esperar los cinco minutos para que el agua hierva. Los deditos de Romina, callosos por las quemaduras con la tetera no le fallaban a Renata. Romina daría lo que sea porque ese perfume se quede en el ambiente para siempre. Renata con los ojos abiertos se volvía ciega e indolente ante el pequeño rostro que la miraba con admiración. La plata empezaba a brillar cuando Romina con fuerza y amor sudaba al pulir cada anillo o pulsera. Renata le prohibía a su corazón sentir compasión y dejar algo extra para la niña. “Lo justo es lo justo, esta gente tiene que entender que el dinero no le llueve a nadie. Y mejor si lo aprenden de pequeños para que no estén robando”
-   Tenga señora – dijo Romina con una gran sonrisa y con el rostro  pálido al entregarle sus joyas.
-   Gracias – con firmeza e indiferencia agradeció Renata mientras le pagaba.
-   Señora, no sé por qué, pero creo que ya no la voy a ver. ¿Por qué no me trae todo lo que tenga de plata para dejárselo lindo?
-   ¿Qué te pasa mocosa? A mí no me hables. Seguro que me quieres robar. Trabaja y estudia para que no te vuelvas delincuente.
-   No señora, no quiero ser delincuente, quiero ser como usted…

“Chibola de miércoles, ¿qué se ha creído?” Renata se dio media vuelta. Romina la vio alejarse y sonrió. “Así de linda quiero ser de grande”, dijo en voz alta al inclinarse para ver todo lo que pudiera de los pasos de Renata mientras  desaparecía entre la gente.
Renata fue a Miami para olvidar las perradas que le hacía su marido. Se llevó a los niños para chantajearlo. Después de tres semanas en que la distancia no hizo nada por su matrimonio, regresó a su rutina y a su comodidad completamente convencida que era la mujer más desgraciada de la tierra y que su dolor no tenía comparación.
Con los amargos monólogos que la acompañaban al mercado, mecánicamente llegó a la cuadra de la pulidora. La humedad de Miami había puesto verde casi todos sus accesorios de plata. No vio la mesita en la puerta, así que tocó el timbre. Nadie contestó.
Unas vecinas con caras acongojadas se acercaron a ella.
-   ¿A quién busca señora?
-   A la niña que pule plata.
-   Hace tres semanas que murió.
La noticia no la sorprendió porque tres semanas antes su corazón también había muerto pero desafortunadamente su cuerpo seguía con vida.
-   ¿De qué se murió? – preguntó Renata, tratando de disimular el poco interés que tenía.
-   Por el bicarbonato señora. El bicarbonato en polvo ella lo respiraba cuando esperaba a los clientes. Bueno, usted era su único cliente. Nadie sabía que estaba enferma. Su abuela pensaba que era la gripe. La última vez, cuando usted se fue, a los minutos, ¡plaf!, se desmayó y ya no se levantó – dijo con mucha lástima una de las vecinas.
Renata se dio media vuelta y nunca más volvería a buscar la mesita en la puerta de la casa en la esquina del mercado. “Es una pérdida de tiempo esta gente y encima se muere rápido”.
Años después, Renata en una bata blanca sería sedada para poder sacarle de las orejas, los dedos y las muñecas, verdes aretes, sortijas y pulseras que le podrían la piel. Agitando su cuerpo con desesperación gritaba: “¡No me los saquen si no los van a pulir! ¡Nadie sabe pulir! ¡Nadie! ¿Entienden? Nadie pule, ¿quién pule? ¿Tú pules? No puedes, no sabes pulir…”
Cayó en un profundo sueño. Días después despertó en una blanca habitación, a la que llamó “el mercado” y en la puerta del baño, sentó a una muñeca, con un recipiente y agua.  Pasó el resto de su vida esperando que se mueva. “No uses bicarbonato, si lo inhalas te va a matar…” Le repitió esta frase mañana, tarde y noche, todos los días hasta su muerte. Pero nunca le preguntó su nombre, ni le dijo adiós.

clb


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