Respirando el olor a incienso impregnado en la
madera y con las rodillas entumecidas la ancianita rezaba.
-
Virgencita,
yo sé que me oyes. Recibe a mi Dionisio.
Muy bien embalsamado lo tenía. Las fieles no
conocían a esta ancianita pero las conmovía el amor con el que venía a rezar y
a llorar.
La acompañaron a su casa para conocer el motivo de
tal congoja. Se aterrorizaron al ver el cadáver. Doña Teresita les pidió ayuda.
-Es que yo no puedo enterrar sola mi Dionisio.
Armaron el velorio y después de los
servicios fúnebres, Doña Teresita se despidió y se alejó despacito diciendo que
se iba a descansar. En medio de la tristeza nadie se preguntó en qué momento se
casó Don Dionisio, que siempre había sido un picaflor solterón.
En un pueblo a una hora de camino, una
semana después estaba Doña Teresita rezando:
-Virgencita, yo sé que me oyes. Recibe
a mi Teófilo.
Las fieles la oyeron y se conmovieron.
Al igual que las anteriores la llevaron a su casa, encontraron el cadáver, le
ayudaron con los servicios fúnebres. Se fue a descansar. Semanas después
apareció en otras iglesias, pidiendo por Tobías, Mariano, Américo, Anfiloquio…
-¡Vete
vieja! A mí no me vas a matar – le dijo Don Eustaquio, cuando le abrió la
puerta. Los zapatitos de charol, el pañuelo en la cabeza y el gigantesco anillo
de boda. Sabía por la leyenda que sus tías despechadas le contaron de niño, que
Doña Teresita era la vengadora de los corazones rotos por solterones mujeriegos.
Doña
Teresita se arrodilló y empezó a llorar y orar:
-Virgencita,
yo sé que me oyes. Llévate a mi Eustaquio porque sufre mucho por la soledad.
En ese
momento, Don Eustaquio siente una fuerte presión en el pecho que lo deja
paralizado. Doña Teresita, dice sus rezos mientras lo embalsama. Se dirige a la
iglesita y empieza a rezar:
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