La Niña tenía catorce
años cuando conoció su nueva habitación y al Padre. Una cama de una y media plaza, piso
alfombrado, closet, un equipo de sonido muy antiguo, una ventana que daba al
tragaluz, paredes verdes y mucha humedad. Una perra encerrada en el patio
trasero, algunos ratones que merodeaban por la cocina de día y de noche,
cucharachas en una medida que no pasaban desapercibidas. El baño, que le
aseguraron sería el sello de la privacidad
de la que disfrutaría, al parecer no había tenido la visita de la lejía
o desinfectante alguno porque las larvas se movían alrededor de la taza del
inodoro con mucha tranquilidad.
La
Niña sabía que el Padre no era cualquier persona. Sabía que era una especie de
genio, pero había escogido el peor de los ángulos para demostrar su
excentricidad usando de pincel la suciedad y de lienzo una paranoia que había
hecho que puertas y ventanas tengan cerrojos y rejas permitiendo que ingresen
escasos rayos de luz al departamento.
El
Padre esperaba a la niña cuando regresaba del colegio. Ponía el almuerzo frente
a ella y salía echando llave a cuanto cerrojo, candado y rejas tuviera
el departamento.
La
Niña pasaba tardes enteras mirando la lluvia y envidiando la libertad de
la gente en la calle.
La
Niña empezó a dejar de comer y de jugar con la perra. Le perdió miedo a los
ratones cazándolos con las manos. Día a día recordaba a su mamá y a los amigos
que había dejado en el país donde nació, cruzando la frontera.
Una
madrugada la Niña entró al cuarto del Padre. Sustrajo cuidadosamente las llaves
y salió. Como había observado por meses al Padre, echó llave desde fuera a cada
cerrojo.
En
la mañana el Padre, como de costumbre, tocó la puerta de la niña para
despertarla para que se aliste para ir a la escuela. Al no recibir respuesta
empezó a vociferar y a maldecir a la Niña y a su madre, como ya lo había hecho
antes, como cuando la botó por bastarda y la llevó durante toda una noche hasta
la frontera y la dejo parada allí hasta el día siguiente. Ella asustada sin
saber a donde ir se quedó sin moverse
hasta que apareció el sol. El Padre que la observó toda la madrugada desde
lejos, la llevó de regreso de la frontera al departamento y la encerró aún más.
Le quito hasta el derecho de escribirle las cartas a su mamá.
El
Padre maldecía mientras se alistaba para salir. Pensaba dejarla encerrada y sin
comida ese día. Ya listo, buscó sus llaves. Los gritos y maldiciones se
escuchaban hasta la calle. Pero no hasta la frontera, donde la niña tiró las
llaves en un río y cruzó hacia su país, hacia su mamá.
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